De niñaterias nunca tuve ninguna historia así para contar pues tenía la cabeza bien puesta.
Sin embargo, el año pasado, en un plazo de dos meses tuve la sensación de que hasta aquí había llegado mi vida.
La primera, en Navidades de 2021. Iba conduciendo de Sevilla a Punta Umbría, y a la altura del puente gigante de Huelva que da a la ría, el coche que iba delante mío directamente pegó un bote, saltó como Sandro jugando con la Real Sociedad.
Cuando lo vi, frené, pero no vi nada en la carretera, hasta que mi coche también botó. Juro que pensaba que del bote, me salía del puente y caía a la ría, lo que era muerte segura.
Resulta que alguien había colocado una pedazo de piedra de cemento gigante, que llegaba a la altura del faro del coche prácticamente. Se me reventó la rueda también lo que me hizo perder el control del coche. Vamos un susto de muerte.
La otra experiencia fue si cabe más terrorífica y sobretodo mucho más asquerosa.
Era finales de febrero, y cogía un vuelo Sevilla - Charleroi. Yo cojo como unos 24-30 vuelos al año, o sea que volar no me da miedo en absoluto, pero esto fue diferente.
Al llegar a Bélgica e intentar aterrizar, nos dimos cuenta de que había un tormentón enorme con ráfagas de viento de casi 130 km/h. Aterrizar era imposible.
Cada vez que el avión descendía para aterrizar, el mismo viento levantaba el avión súbitamente y lo ponía casi en perpendicular al suelo, perdiéndose cada vez el control del avión por uno o dos segundos. El piloto ahí decidía subir, porque había riesgo realmente de estrellarnos. Esto nos pasó como 5 o 6 veces. Llego el punto de que hasta escribí por WhatsApp a mi hermano para casi despedirme de él.
Podéis imaginaros la gente: todos gritando, en pánico, y sobretodo, muchísima gente vomitando por todo el avión. A Dios gracias que no había cenado aún.
Mención especial para ese chaval que estaba tres o cuatro filas delante mía al que, en una de estas bajadas y subidas estratosféricas, una chica empezó a potarlo entero: de arriba a abajo. Todo. Y el pobre desgraciado dándole al botoncito de llamar a la azafata, como si la azafata fuese a ir a ayudarle en algo con la que nos estaba cayendo a todos.
El olor era realmente nauseabundo dentro del avión, no se podía parar allí. Me da muchísimo asco el ver a la gente vomitar, y ese día pudieron vomitar 40 o 50 personas cerca mía.
Al final, el piloto decidió ir a Lille y aterrizar allí porque las condiciones climatológicas eran mucho más favorables. Pero vaya susto.